En mi escritorio hay una frase que copié, y dice, en inglés: “Why? Because there are adventures to be had…”. El gran porqué respondido con una sencillez pasmosa: “porque hay aventuras por vivir”. Así de simple. Esa es la razón por la cual nos levantamos de madrugada a pasarnos la gravedad de un pie al otro, despertando al corazón de su letargo, obligándolo a bombear vida hasta llenar el último vaso capilar del último músculo de nuestras piernas.
Es decir, por qué alguien en su sano juicio habría de levantarse voluntariamente hacia el frío de lo desconocido, caminando con tenis de última tecnología hacia la oscuridad de la madrugada, mientras siente de reojo la esquina desdoblada y aún tibia de la sábana mirando incrédula como la cambian groseramente por algo casi abstracto que llamamos, simplemente, CORRER.
Y ahí vamos, dando tumbos la mayoría de veces torpes contra el suelo tratando de mantener los brazos en 45 grados y la cabeza sobre el cuello. Por difícil que parezca creer a veces, correr lleva implícito el concepto de avanzar, de progresar. Cada paso que das es uno más del que dio el mae que se quedó en sus cobijas, y eso tiene sentido no porque el mae se haya quedado en las cobijas, sino porque nosotros, como personas, avanzamos. A 10 minutos por kilómetro, a 15 ó a 20, pero avanzamos como pequeños Kipchoges hacia nuestros propios Arcos de Brandemburgo.
¿La paradoja? ¡Ah sí!, la paradoja. La paradoja es que lo hacemos, todo esto, “porque hay aventuras por vivir”, pero vivirlas conlleva en sí mismo un riesgo inherente: las aventuras por vivir nos pueden llevar a morir. Cada aventura contiene el riesgo de que sea la última. Algo, supongo, siempre puede salir mal. Pero entonces, ¿cuál es la otra opción? ¿Quedarnos en la casa, protegidos y acurrucados bajo la tibieza de las sábanas, viendo la vida pasar por una pantalla de alta definición? He ahí el dilema que en realidad, al final, no lo es tanto.
Hace un siglo el británico George Mallory dio una de las respuestas más épicas cuando le preguntaron por qué carajos se le ocurría intentar subir el Monte Everest, con todos los riesgos que eso implicaba. Mallory contestó: “porque está ahí”. Esa lacónica respuesta transmite el mensaje no solo con una claridad maravillosa sino que encierra una enorme fortaleza: ¿por qué no?
Si subimos el Chirripó, o corremos las 100 millas de Leadville, si corremos la maratón de Nueva York o Londres o Berlín o Panamá o el Polo Norte, si corremos La Candelaria, Sol y Arena, la carrera navideña o la carrera del barrio, quizás nos dé un infarto. ¡Ay mi chiquito, pero por qué se fue usted a meter en esas cosas! Bueno mamá, es que tenía dos opciones; el infarto me podía dar corriendo y viviendo la aventura, o acostado en mi cama viendo como otro la vivía. Decidí vivirla yo mismo, inhalando el aire fresco de las montañas y saboreando cada sorbo de hidratante frío entrando a mi cuerpo en combustión, sintiendo el placer de ver como mis piernas cada vez podían llevarme más lejos, a lugares tan bellos y tan remotos que ni los carros con sus cuatro patas han podido llegar.
Decidí hacer algo con mi vida, acumular medallas pero no por el pedazo de metal sino porque cada pedazo de metal es señal de un camino recorrido, es un recordatorio de que he hecho algo que vale la pena, de que me he superado a mí mismo, a mis miedos, a mis perezas, a las versiones menos gratas de mí mismo. Y eso, por sí solo, es suficiente para levantarme de la cama cada madrugada.
Si fallo, o si en última instancia me muero, como murió Mallory en su segunda expedición al Everest, habré vivido una vida que vale la pena vivir. Digamos que ese día en vez de empezar el plan de correr que te llevaría a completar la maratón te quedaste en la casa y viviste hasta los 90 años. Y ahí acostado, en tu cama, listo para morir, pensarás qué hubiera pasado si hubieras jugado las cartas diferente. Jugaste seguro, sí, no corriste riesgos, nunca saliste de tu zona de confort, trabajaste, te pensionaste, envejeciste; bien jugado. ¿Cierto? Hm… entonces piensas en los hubieras, los famosos hubieras. ¿Qué hubiera pasado si le hablo a aquella muchacha que conocí a los 30 años, la mujer más bella que vi jamás pero que no tomé el riesgo de hablarle? ¿Cómo se verá todo desde la cima de esa montaña que siempre veía camino al trabajo? ¿Cómo se sentirá terminar una maratón? Y entonces, dudas. ¿Acaso no cambiarías cada día de tu vida, desde ese día hasta el día en que moriste a los 90 años, por simplemente tener la oportunidad, una única oportunidad, de intentar subir esa montaña? ¿De hablarle a la chica? ¿De correr una maratón?
“No quisiera llegar al final de mi vida pensando que no he vivido. Es imprescindible hacer el intento por vivir una vida extraordinaria, fuera de lo normal, no por el hecho de salirse de la norma, sino porque hay que aspirar a más. La vida o las cosas no sucederán más tarde, están sucediendo ya. Hay que hacer el intento de que cada día sea excepcional”. Autor desconocido.
La vida es un misterio y suceden cosas que están totalmente fuera de nuestro control. No sabemos cuándo moriremos, pero sí podemos decidir cómo vamos a vivir. Y tú, ¿vas a correr o te vas a quedar en la cama?