LA PÁGINA DE LOS CORREDORES

De como corrí Chirripó, y luego viví para contarlo

De como corrí Chirripó, y luego viví para contarlo

Y ahí estaba yo. Sentado en medio del camino del Cerro Chirripó, tomándome ambas piernas con las manos y gritando desaforadamente del dolor. Con cada músculo de mis piernas contracturado, me faltaban aún 11 kilómetros de tortura hasta la meta.

La Carrera del Chirripó es quizás el evento de trail más conocido de Costa Rica, y sin duda uno de los más difíciles, o quizás el más difícil de todos. Los 34 kilómetros de la carrera no dan tregua en ningún momento; o estás subiendo cuestas de hasta 19% de inclinación por senderos llenos de piedras filosas, o estás bajando por ahí mismo. Cada músculo de tu cuerpo debe esforzarse al máximo para subir 2050 metros verticales desde el Salón Comunal de San Gerardo de Rivas (1350 m.s.n.m.) hasta el Albergue Crestones (3400 m.s.n.m.), y luego dar vuelta para bajarlos.

Así que, realmente, los 34k de la Carrera del Chirripó equivalen a correr unos 50 ó 55 kilómetros en calle (más que una maratón), y con el peligro añadido de tropezarte en cualquier momento y abrirte la cabeza en pedazos contra una piedra. Y es que en serio, el camino al Chirripó no está hecho de tierra y hojas, ¡está hecho de piedras! Para ponerlo en perspectiva, Juan Ramón Fallas, el rey del Chirripó, tiene el récord de la carrera con un tiempo de 3h04’04’’ para los 34k. El mismo Juan Ramón ha corrido varias maratones de calle (42k) en menos de 2h30’… 

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Y ahí estaba yo, que nunca había corrido más de 25 kilómetros en mi vida, en calle o en trail, mandándome de repente los 34 kilómetros más difíciles del país. Y bueno, no me había ido tan mal: logré completar el ascenso en menos de tres horas, que era mi pronóstico más favorable, y le estaba agarrando el ritmo a la bajada. Sí, apenas di la vuelta en el kilómetro 17 sentí como si una anguila eléctrica hubiera descargado mil voltios en mi músculo sartorio (cruza desde la cadera hasta cerca de la rodilla, y trabaja mucho cuando vas de subida). Pero luego de un automasaje y un par de minutos caminando suave me dejó seguir con la condición de que no lo volviera a joder con subidas fuertes. Todo lo que tuve que hacer fue agarrar los pocos repechos que quedaban a pata renca, poniendo la fuerza en la pierna izquierda, y listo.

Uno realmente no conoce lo que es el dolor hasta que no se tropieza con una piedrita insignificante en el kilómetro 23 de la Carrera del Chirripó y todos y cada uno de los músculos de las piernas deciden hacer una coreografía eléctrica y contraerse simultáneamente. Eso que uno hace ajustes en el aire para evitar la caída y… bueno, mis músculos no estaban de humor para cambios de dirección abruptos luego de la paliza que les había estado dando durante más de tres horas, así que cuando intenté moverlos para evitar la caída se rebelaron con furia. 

Estamos hablando de los dos gastrocnemios (las pantorrillas pues), los sóleos (también pantorrilla, un poco más abajo) y los cuádriceps (cuatro músculos grandes en la parte frontal de la pierna) de AMBAS piernas, así como músculos que ni sabía que existían, todos acalambrados en un mismo shock eléctrico, y yo ahí sentado, gritando del dolor y viendo con los ojos más abiertos de lo normal como la piel se desfiguraba ante los músculos convertidos de repente en piedras electrificadas.

Tres corredores me alcanzaron en los dos o tres minutos que estuve en el suelo, me preguntaron amablemente si necesitaba ayuda, y a los tres les di las gracias y les pedí que siguieran su camino. Vamos, que no quería ser molestia para nadie y además, no es como que se pueda llamar un taxi para que me recoja en medio del Chirripó… Poco a poco la contracción fue cediendo y quedaron los músculos tiesos como piedras. A como pude intenté levantarme; fue como si tuviera las piernas enyesadas desde la cadera hasta el tobillo, pero agarrándome del paredón fui empujándome con los brazos hasta ponerme de pie. En ese momento, entendí que los 11 kilómetros que me faltaban para llegar a la meta tendría que correrlos ya no con el cuerpo, sino con la mente. Como levitando, si se quiere, pero sin levitar. Pasé a concentrarme en el ángulo indicado para apoyarme de tal forma que no se volviera a acalambrar la pantorrilla, el cuádriceps, o ambos. Si hubiera existido la posibilidad, no hubiera dudado en llamar a un taxi para que me recogiera. Pero el sendero del Chirripó no permite ese tipo de privilegios. 

No voy a hacerles el cuento más largo de la cuenta. Caminé, me senté, intenté correr suave, caminé de nuevo, me senté de nuevo y, en resumen, parí de a poquitos todos y cada uno de los 11 mil metros que faltaban desde el momento en que tropecé con esa piedra. Al final, apaleado y frustrado, logré llegar a la meta. Es difícil explicar la sensación de felicidad que lo invade a uno al cruzar ese arco de llegada. El alivio de haber sobrevivido a una guerra en la que yo solito me había metido, y en la que yo era mi único enemigo. Es la peor guerra de todas, la que solo puedes ganar venciéndote a ti mismo.

El Chirripó me dio una bofetada y me dejó una lección de por vida: puedes tener la osadía de desafiar sus 34 kilómetros, pero nadie sale de ahí siendo la misma persona que entró.  

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