Hubo una época, aún no muy lejana, en la que la gente corría por el mero placer de correr. ¡Que locura! Iban a las carreras como niños a una fiesta de cumpleaños; con la emoción de conocer, ojalá, una nueva ruta y el deseo de rendir bien y de disfrutar.
Tenían solo un par de tenis en el clóset, y en muchos casos no eran tenis diseñadas para correr. Por algún extraño motivo, sin embargo, no se lesionaban tanto como ahora.
Recibían con gratitud el agüita en las carreras y se daban por satisfechos con un puesto de hidratación en 10 kilómetros. Si había más de dos puestos de asistencia se miraban entre ellos con extrañeza y se preguntaban para qué tanta agua, si solo eran 10k...
Las salidas eran un vacilón. Se marcaba una línea en la calle, a veces con tiza, a veces con "tape" y otras veces con un palito si la carrera era sobre calle de lastre. Y entre risas cordiales y palmadas de ánimo se alineaban los corredores con orden detrás de la pequeña marca. No había grandes arcos de salida, ni cintas, ni animadores, ni chips. Ni hacían falta tampoco, los corredores de antes no los necesitaban. Quizás una cumbia saliendo de un viejo radio cerca de la salida, para acelerar el corazón, pero nada más.
Y salía el pelotón de 100, tal vez 250 personas si la carrera era conocidilla o de 500 si era una de las Top 5 del país. La mayoría iban ataviados con una camisa de algodón de esas que se hacen delgaditas por tanto uso y ojalá ya tuviera huequitos para mayor ventilación. Otros tantos corrían con camisillas más modernosas, pero dios guarde Drai Fit, esa terminología no se conocía en aquellos tiempos.
La inscripción (hablemos de finales de los 90s inicios de los dos miles), costaba entre ¢1500 y ¢3000 e incluía la camisa (de algodón por supuesto), la medalla y la asistencia. Si no lo incluía tampoco pasaba nada, la vaina era correr. Las carreras exageradamente caras empezaban a pellizcar precios de ¢5000, pero eso ya era considerado un abuso.
La mayoría de carreras habilitaba las inscripciones dos o tres días antes y el mismo día del evento. Si la carrera era muy grande, así como Candelaria o Sol y Arena, las inscripciones se habilitaban una semana antes y generalmente salía uno de la tienda con el paquete en la mano (medalla incluida en algunos casos). Otras carreras preferían entregar los paquetes el mismo día del evento, y sucedía sin mayores filas ni atrasos.
No había Féisbuk ni Twitter ni páginas web tan chivas como A Buen Paso (jeje). Los corredores se enteraban de otras carreras recogiendo miles de volantitos en la meta o quizás por un anuncio en las tiendas deportivas, dentro de las cuales el Centro Sport era una eminencia. El periódico era otra buena fuente de información, pues un día antes publicaba una nota del evento y, por supuesto, aún había tiempo para inscribirse.
Al cruzar la meta se entregaba una medalla, ¡ay la medalla! Ese recuerdito que los corredores de antaño solían almacenar en alguna humilde gaveta solo para llevar la cuenta de todo lo corrido. Típicamente llevaba un mecatito delgado con los colores de la bandera de Costa Rica, más que suficiente para guindársela en el cuello (¿para qué más?), y el relieve apenas legible con la fecha y el nombre de la carrera. Así era la medalla; sin colores, sin plumeríos, ni decoraciones pomposas. Y a nadie le importaba.
Luego vino el bum.